Verónica Ardanaz
La la la, es un sensible tema musical creado por Naughty Boy (chico desobediente) nombre artístico de Shahid Khan, joven inglés de origen pakistaní, rapero y productor casi desconocido, que empezó su estudio de música en el garaje de la casa de sus padres, en Watford, en las afueras de Londres, y que sobrevivía a la recesión vendiendo pizzas.
La la la es un rap, pero tramado a un urban pop, con tono de soul (o sea: como todo el álbum al que pertenece, diverso e inclasificable) y persiste hace semanas como el más escuchado en Europa, viejo territorio asolado por una crisis más allá de los ciclos del capitalismo, donde el índice de suicidio, en países como Grecia, aumentó un 20%, mientras insensible el ajuste continúa apretando las gargantas. La, la, la, resuena a dadaísmo, esa vanguardia que surgida entre las devastadoras Guerras Mundiales, se hacía balbuceo, juego creador del lenguaje buscando sentido a un mundo reducido a la nada.
El panorama es siniestro, y es lo que dijo a su modo Shahid a los numerosos medios que lo entrevistaron por el secreto de su éxito: “es un álbum oscuro, quería que sea algo que cuente nuestro tiempo, no me he sentido presionado por ninguna productora, por eso me tomé tres años para crearlo, es un concepto, un mundo, una historia, es lo que siento le falta a la música, he sido más un director de cine, que un productor musical”. Y haciendo honor a su nombre artístico, sin demasiado estruendo, afirmó a los sorprendidos periodistas que a pesar del éxito pensaba seguir viviendo con sus padres (su papá es un taxista jubilado) y su próximo proyecto era grabar en Bolliwood, o sea, Bombay: el paraíso del cine de oriente (y en particular, del cine musical), la India es el mayor productor de películas del mundo, pero como el gran relato del progreso del sistema mundo capitalista, monopoliza y homogeneiza la mirada, no nos llega prácticamente nada, pero sí, el cine chatarra norteamericano.
La la la quizás pueda ser punta de hilo para adentrarnos en la oscuridad del laberinto de este tiempo, como decía Shahid. Empecemos.
Pero el videoclip de La, la, la tiene algo adicional: Bolivia. Fue grabado en La Paz, el salar de Uyuni y Potosí, con actores locales, con sus historias y símbolos, y eso lo transforma en un relato más profundo y social, con espesor mítico: un relato para habitar el mundo, pero diferente y reparador a ese “Gran relato” del pensamiento único al que ya nadie cree. Sus imágenes tramadas a la letra y la música son entrañables, conmueve escuchar el canto del “la, la, la” en la voz de un niño como un conjuro que transforma la injusticia, como un poeta primordial revelando el poder del juego. La perturbadora imagen del niño cantando, tapándose los oídos, ¿para protegerse del trueno de su voz? ¿o silenciar la violencia de los discursos? la música, canta: “cuando escupes tu veneno / mantente callado / porque las teorías se incendian / no puedo hallar tu rayo de luz / no intento juzgar / pero cuando lees el discurso / es agotador / ya basta”.
Uno de los temas del video clip es el maltrato infantil, la violencia normalizada, los niños de la calle, la explotación, la trata, la violencia simbólica. La violencia verbal de los discursos, la mentira de los grandes relatos, donde el progreso occidental es el principal. La violencia del sistema que normalizamos, a la que nos “adaptamos” alimenta el monstruo de nuestra sombra social, una coraza nos aisla de nosotros mismos, multiplica el daño al inocente, lo frágil, lo que se dona, como un árbol. ¿Cómo sentir así el dolor de un niño, la herida de la Madre Tierra? Pero hay otra sombra que llevamos todos los seres humanos que hemos sido niños expuestos a esta violencia normalizada. Para poder sobrevivir a las devastadoras experiencias traumáticas y dolorosas, los niños las repliegan a la sombra de su sabio inconsciente. Una tarea “sagrada”, dirá Jung, será desandar alumbrando memoria y liberarla, un arte que demanda la vida, y con el “dolor agregado” del sistema capitalista, como dice Galeano, la tarea es ya camino de héroes. Por eso otros temas que aparecen, son: la poesía y el poder del mito, los símbolos de la Madre Tierra, el poder creador liberador que está en cada uno de nosotros y en todos los niños.
Aunque el videoclip de La, la, la fue inspirado originariamente en el Mago de Oz, de reconocible simbología esotérica, la historia va más allá, porque la imagen es descarnada, de intemperie, de sal y piedra, y se enlaza a una visión mítica andina, sin que quizás Shahid Khan y el director del video, Ian Pons Jewell, lo hayan advertido en su total profundidad. Y creo que esto lo hace mucho más interesante, porque devela el poder de una cultura esencial como la nuestra. La historia se cuenta así: un travelling se acerca a una puerta que se abre, ingresando a un espacio íntimo; un adulto violenta verbalmente a un niño, es de noche. El niño ve por la ventana a un yatiri, un sabio andino, y al verlo encuentra una manera de escapar: con su canto, el niño se tapa los oídos y empieza a cantar con voz de trueno, rompe el encierro y la violencia, sale la calle. Una imagen de gran crueldad que funciona como metáfora: el adulto toma un huevito de pájaro de un nido en la ventana y se lo arroja. Finalmente el niño se reúne con el yatiri, que le da su perro, como un animal mítico lo va guiando en la intemperie de vivir en la calle, en un camino de pruebas sagrado. El niño se encuentra con dos hombres alienados, excluidos, y los ayuda a liberarlos con su canto atronador, con su balbuceo genésico, a uno de ellos le devuelve el corazón. En agradecimiento ambos hombres acompañan al niño a abandonar la ciudad y lo protegen. La salida al paisaje abierto, paradójicamente, da la sensación de espacio interno. El caminar por el mar desamparado del salar, de los hombres exiliados del mundo, el niño en su soledad esencial y el pequeño perrito es una de las imágenes más conmovedoras, en particular la ternura del hombre grande acunando al niño dormido a la luz de un fuego nocturno en medio de la sal. Finalmente llegan al lugar de la gran prueba: la mina de Potosí, entrar a su propia sombra, donde está el tesoro, ver de frente el poder de la muerte y la vida, de la abundancia y del hambre, el sentido del dolor. El final abierto, sugerente, parece más un inicio: un lugar de la memoria a destejer. A la oscuridad siniestra del sistema que excluye, se opone la fecundidad interior y sagrada de Potosí, el tesoro de nuestra interioridad, el telar de sombra e hilos de plata de su expresión numinosa y terrible: la poesía, que desenmascara siempre, y como en la canción, dice: “cuando las palabras no dicen nada, digo: la, la, la”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario