La lucha por un ambiente mejor no puede ser separada de la lucha por una sociedad mejor (GUILLERMO FOLADORI)

viernes, 2 de agosto de 2013

Siete meses y la justicia no llega a los indígenas tacanas "El Retorno"




Sonia Maldonado Poma

Desde el mes de diciembre de 2012, los comunarios indígenas tacanas, vienen presentando recursos ante las autoridades correspondientes del departamento de Pando, para hacer respetar sus derechos colectivos reclamando su justo derecho en relación a la conservación de su territorio y respeto a la Madre Tierra.

En fecha 31 de diciembre de 2012, los miembros del Directorio y comunarios indígenas de la Comunidad Tacana El Retorno ya denunciaron ante el Ministerio Publico de la ciudad de Riberalta, el Comando de Policía Amazónico y el Defensor del Pueblo de la ciudad de Riberalta, a la familia Rivero Galarza por lesiones graves, privación de libertad, amenazas y allanamiento de domicilio y otros; de todo lo cual solo el  Defensor del Pueblo tuvo un acercamiento por los problemas suscitados, pero no así las instituciones públicas. Estas no emitieron respuesta alguna. 

En fecha 21 de enero de 2013 slos comunarios de El Retorno presentaron las querellas correspondientes  por los delitos de tentativa de asesinato, amenazas, robo agravado y otros, en contra de los señores Rivero Galarza, ya que existía el amedrentamiento a  sus familias. Estas querellas fueron presentadas ante el fiscal de Distrito del Departamento de Pando y el Ministerio Público de la ciudad de Riberalta, pero no progresaron.

Como todas las mencionadas actuaciones no fueron atendidas en su momento, los comunarios indígenas tomaron la determinación de recurrir a su ente matriz, la CIDOB, para que realice las denuncias correspondientes en la ciudad de La Paz. Los hechos con toda la documentación pertinente fueron dados a conocer en fecha 12 de marzo de 2013 ante el Alto Comisionado de las Naciones Unidas, Asamblea Permanente de los Derechos Humanos de Bolivia, Defensor del Pueblo de Bolivia, solicitándoles se forme una comisión para que se investiguen estos casos de violación de los derechos humanos. Tampoco se obtuvo respuesta alguna.

Asimismo el señor Ruperto Amutarui Capitán Grande del Pueblo Indígena Takana OITA, solicitó al Ministro de Gobierno más efectivos policiales asimismo condiciones para que estos puedan cumplir con su trabajo puesto que por falta de recursos su organización no podía realizar el apoyo correspondiente a los pueblos indígenas.
Después de siete meses, los hechos son ampliamente conocidos porque una periodista de un matutino retoma el conflicto, aunque en publicaciones del mes de febrero y marzo los hechos fueron dados a conocer Actualmente, cuando Pagina 7 en fecha 22 de julio da a conocer las violaciones que se había cometido en esta comunidad, ninguna autoridad a la cual se recurrió indica que tuvo conocimiento. Por lo que los comunarios que denunciaron dichos atropellos se ven más desprotegidos todavía, ya que no existe celeridad en las denuncias presentadas, siendo flagrantes estas violaciones que vienen sufriendo de parte de los barraqueros, que vienen saqueando sus recursos naturales. Ellos hacen caso omiso a las denuncias presentadas  correspondientes mientras los denunciantes pasan a ser denunciados.

Esperemos que ahora que el Ministerio de Justicia tuvo conocimiento de estos hechos, asimismo el Viceministerio de Justicia Indígena Originaria Campesina, puedan colaborar con las victimas y se pueda esclarecer y acelerar para hacer prevalecer los derechos colectivos de la comunidad Takana.

Jirira, Coquesa, Aike: rastros y hallazgos

Pablo Cingolani

 


—¡Bien que has venido! ¡Voy a brindar por tu camino! –exclama un hombre apergaminado por la vida, áspero y luminoso, como el paisaje que lo rodea, para luego ofrendar y zamparse una llamarada de fuego líquido. Cuando me toca “challar” y brindar a mí, siento que un alcohol tan pesado haría tambalear a un irlandés, pero igual lo aguanto, respiro hondo, lo miro al hombre y le digo:
—Mierda, Plácido, ¡este trago sí que está fuerte!
Plácido Castro es el corregidor de Aike, una comunidad aymara, perdida en la orilla norte del salar que la mayoría conoce por Uyuni. Un año que no lo veía, un año entero que no sabía de él, pero allí estaba yo, había regresado.
—Alzo mi palabra para que sepas—proclama ceremonioso—¡Has cumplido y aquí estás de vuelta! ¡Vuelvo a brindar por tu camino!
Y ¡zas! otro latigazo a la garganta: el cuerpo se me desentumece y vuelvo a vibrar. Ellos, Plácido y los suyos –un chango que fue bautizado como Porfirio Jonathan, y que es su nieto; la Tatiana, su mujer, algún que otro pariente que andaba merodeando por ahí- están celebrando su año nuevo, el que celebran desde siempre, el año nuevo en los Andes: son las vísperas del cíclico 21 de junio, solsticio del invierno austral. Había conocido a Plácido el año anterior, en otra comunidad llamada Jirira, en cuyas alturas, hacia el lado por donde se encuentra Aike, se celebraron los ritos de recibimiento y buenaventura.
—Aike queda aquicito—me dijo esa vez Plácido, ambos sumergidos en la noche negra, negrísima, de las pampas salineras, donde la única luz y fuente de calor era un fuego de tola, que languidecía. Su dedo se hundía en la oscuridad y señalaba al oeste, obsesionante oeste— Al año, te vas caminando hacia allá, primero está Coquesa, luego mi casa. Allí te espero…
Cuando volví, no lo dudé y partí desde Jirira, tan sólo, con una botella de agua a cuestas y una enorme bolsa verde con hojas de coca: mi regalo para Plácido y los comunarios de Aike.

* * *

Caminar por el desierto es una de las experiencias de contacto e intercambio con la naturaleza, más inspiradora y cautivadora de todas las que pueden vivirse. La simplicidad del entorno, su temible carga climática, el espejismo que siempre acecha, lo vuelven un espacio de revelaciones en cadena. Es como el océano, pero un océano de honduras diferentes.
Ningún desierto se asemeja a otro, y éste del que anoto, es uno de los más extravagantes que existen en toda la Tierra. Es blanco, como la Antártida es blanca, y fue el antiguo lecho de un mar interior, un pedazo de Pacífico que quedó atrapado cuando se elevaron las cordilleras. El agua seca se cuajó en sal pura, y es tal la cantidad que el salar resultante es más grande que la isla de Jamaica o como Bélgica partida en dos. Un país de sal congelada, dura como la injusticia, brillante como cien lunas juntas.
Los libros de geografía dicen que ocupa 12 mil kilómetros cuadrados y algunos cuentan que Aldrin, el astronauta Aldrin, lo divisó desde la ventanilla (¿se dirá así?) del cohete Apolo, el de la famosa misión que aterrizó en Selenia. Desde el cosmos, el salar se vería como una extraña perla, incrustada en la piel del mundo.
Dicen que Buzz Aldrin, una vez retornado, quiso saber qué cosa era eso blanco que había divisado y que llegó a Bolivia para comprobarlo. Julian Barnes, en su imprescindible Una historia del mundo en diez capítulos y medio, tiene un relato que ronda por lo mismo. Otro astronauta, en misión galáctica, siente que el mismísimo Dios lo incita a que encuentre el Arca de Noé y el hombre va a en su búsqueda hasta el Monte Ararat, en el altiplano armenio, hoy ocupado por los turcos.
Estas historias, reales o imaginarias, sólo cobran sentido en los desiertos, y yo iba tapizando mis pasos con ellas, mientras caminaba hacia la casa de Plácido que, a decir verdad, no tenía la menor idea de dónde se ubicaba. Toda la verdad sea dicha, tampoco tenía la menor idea de dónde quedaba Aike. La había visto marcada en un mapa del IGM, pero cuando la noche anterior a mi partida, anuncié mi intención de ir hasta allí, Lupe y Carlitos, mis anfitriones en Jirira, me miraron cómo si les hubiese dicho que quería irme al mismísimo carajo y Carlitos, uno de los hombres más flacos y simpáticos que conocí en estos eriales que le rompen los nervios a cualquiera, buscó una botella de aguardiente y le agregó un generoso chorro al mate de cedrón que yo estaba tomando.
—Tu ándale dando la vuelta al volcán—me aseguró con voz de aplomo—, tarde o temprano tendrás que llegar hasta Aike. Escúchame bien: llévate agua, porque eso sí que no vas a encontrar así nomás. Mañana, nosotros haremos chuño.
En 1640, un fraile laborioso e inquietísimo, de apellido Barba, publicó un libro maravilloso que tituló El arte de los metales. Entre sus páginas, se atesora la primera descripción histórica del salar que la mayoría conoce por Uyuni. Afirma de él, algo indudable y que nadie creyó por tres siglos y medio: que es una de las maravillas naturales del que fue conocido como Nuevo Mundo. También aseguró que en su interior, había ojos de agua donde podían hallarse “grandes y crecidos peces”. Insisto: para prodigios y milagros, no hay nada mejor que un buen desierto.

* * *

Sigue al volcán fue la advertencia de Carlitos. Ya anoté que éste que nos ocupa es un desierto singular porque es blanco. Ahora agregaré para terminar de pintar el cuadro escénico que su ribera norte está coronada por una montaña, cargada de tanto mito y misticismo, como pocas que se conozcan en el orbe. Aludo al Tunupa, el volcán Tunupa, la montaña Tunupa, la Mama Tunupa de los lugareños. En otro escrito, me referí a ella como el gran santuario cósmico de todo el altiplano sur. Su importancia ritual, por esos lados de los Andes, sólo puede ser comparada con otros dos volcanes, dos colosos: el Lincancabur y el Llullaillaco.
Pero hay otra cosa con la que me persuade: su innegable magnetismo, producto de una belleza que desconcierta y que potencia una presencia estética que, sin dudas, a mí al menos, me seduce con ardor y me avasalla de placer, me guía en suma.
La causa de la belleza del Tunupa fue un cataclismo. La belleza del Tunupa es la consecuencia de la reventazón del cráter del volcán. Y esa belleza está allí, al desnudo, descarnada, destripada habría que decir, porque es la belleza del magma, la belleza del interior mineral y viviente del planeta que explotó y se expone, las entrañas de la Pachamama, y uno se queda frío si va y sube hasta los bordes azufrosos del agujero volcánico y lo mira desde ahí y se ofrenda al destino. Es otro viaje, hacia arriba, ascensional: pregunten al mismo y bendito Carlitos dónde es que quedan las Apachetas del Tunupa y suban y vean las marcas de un espectáculo, tan antiguo que pocos lo rememoran, pero que el sólo intuirlo –las lavas en danza, el caos desplegado, el caos desafiando-, si te animas, te provoca una conmoción tan fuerte que hasta las piedras elevadas en apachetas pueden que se muevan, como sucedió una vez que subimos hasta allí en compañía de Ricardo Solíz Alanes, Juan Cadena y un perro de la comarca, que no le tiene miedo a los abismos, ni a las alturas.
Seguí al volcán, como me indicó Carlitos, y caminando, caminando llegué a Coquesa y no había un alma en Coquesa, sólo una iglesia donde advertías esto: la cruz del portal no era la habitual, era la cruz cuadrada, la cruz sincrética de los Andes, y se ubicaba, de frente y de manera inequívoca, en dirección a la cumbre del cerro, del Tunupa. ¿La guerra mágica, la resistencia mística o qué?—recuerdo que pensé. Delante de la puerta de la iglesia, había también una cabeza de cóndor, tallada en piedra, un “mallku” mirando al este, hacia donde sale el sol y se yergue otra montaña emblemática: el Tata Cuzco, cerro macho, pareja de la Tunupa, cerro-brújula también si vas hacia los lados de Pulacayo, la gran mina roja.
Cuando reinicié la marcha hacia Aike, sonó un tambor a la distancia, sonaron sus redobles lejos pero lejos-lejos: poblaron de designios el aire y su silencio y mi corazón con una certeza: ya estaban celebrando, era una señal de vísperas, de vida, de resistencia, de fiesta.

* * *

Comemos un plato de habas sin sal con Plácido. La tarde se va muriendo, el celaje es tan impactante, tan vívido, que no hay manera de evadirse y lo agasajamos en silencio a veces, otras veces Plácido me va contando sus cosas, y ahora que se le sube el trago por la emoción, me pregunta si es que al año que viene, también voy a volver… ahora que recién acabo de hacerlo.
Eso acotaba el brasileño Bernardo Carvalho en su novela Nueve noches: en las soledades de la tierra, en los lugares olvidados o a los que nadie va, cuando alguien te quiere, te quiere para siempre, y te quiere posesivamente, y en el fondo inasible de sus sentimientos, en realidad no quiere que te vayas, quiere que te quedes nomás, aunque también, en las honduras de su alma, sabe, siente, que un día te vas a ir y que no vas a volver nunca más. Por eso, esos momentos que se comparten, esa fraternidad de los desiertos, de las selvas, de los fines del mundo, son tan intensos que quedan labrados en tu interior y no pueden borrarse. Por eso, los evoco aquí; por eso, aunque eso no puedo saberlo, quisiera también que así lo sientan.
Mientras la noche llega y juego con el niño a arrojarnos piedras (o podría decir que simplemente “nos cagamos a kalazos”), y el niño, de tan sólo tres años, en un arrebato, me arroja su camioncito de lata y nos morimos de risa ambos, vemos a alguien que se aproxima, una sombra que atraviesa el paraje. Es don Julio, y viene con Leocadia, a la que alguna vez bauticé como “la Janis Joplin del salar”, y que es su hija. Julio tiene 75 años, pero vos no acertarías ni de cerca a darle tal cantidad de pasado. Julio carga una borrachera adorable, un trancazo de aquellos. Cuando nos miramos a los ojos, y también me reconoce, simplemente me dice:
— “Huayna Chullpa”, ¡te estaba esperando!— Huayna Chullpa era un apodo que me ganè por esos lados. La complicada traducción se las evito, pero es una muestra de simpatía.
—Ven, hermano, vamos a “challarnos” por tu camino…
Ya era oscuro y cerrado cuando emprendimos la travesía hacia Jirira, hacia el corazón de la fiesta. No caminamos, fuimos a bordo de la Ford de Julio, una camioneta tan vieja como la desgracia y que dejó de funcionar en medio de las arenas, en medio de la noche, en medio de la nada.
Cuando eso pasó –medio Aike venía encima del cacharro-, vino el momento de gracia e inspiración definitiva: mientras Julio se afanaba vanamente con el motor, Leocadia proclamó que ya lo iba a arreglar ella y fue entonces que se aclaró la garganta con un sorbo de quemapecho y se puso a cantar un huayno, sí, un huayno que empezaba así: “mi forcito, mi forcito… ¿dime el mal que te echo yo?”.
De repente, en el medio de las arenas, en el medio de la noche, en el medio de la nada, estábamos todos bailando, y repitiendo sin cesar y como mantra: “mi forcito, mi forcito”. De repente, Leocadia, maga y maestra de la ceremonia, pegó un grito y ordenó que toda la banda de gitanos suba a la movilidad. Estaba a su lado, polleras rozando vaquero, cuando le pidió a su padre, a don Julio, que de una vez arrancara porque llegaríamos tarde a la otra fiesta donde se reunirían todas las comunidades; que encendiese el motor, de una vez pues, tatita. Y el motor, encendió.
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Río Abajo, 1º de agosto de 2013, inicio del mes de la Madre Tierra

La deforestación en Pando nos puede llevar a un desastre ambiental y a la destrucción de la biodiversidad amazónica

 Abrahán Cuéllar Araujo

Lo que están planteando  algunas autoridades es el desarrollo y la promoción del agro negocio; de la agricultura y la ganadería a gran escala lo cual es totalmente contraria a la vocación forestal en esta región amazónica y nos llevaría a un desastre ambiental y  a la destrucción de la biodiversidad que es nuestro mayor patrimonio

El director de Medio Ambiente del Gobierno Municipal de Cobija, Adibaldo  Moura Silva, anunció en una nota de prensa, (1)  que es necesario la destrucción del 40 por ciento del  bosques de Pando para buscar el desarrollo industrial  regional y, principalmente, para construir centrales hidroeléctricas.
El argumento que esgrimió es la necesidad de un plan para ejecutar proyectos de desarrollo ya que el crecimiento del sector está estancado por falta de industrias y energía eléctrica de generación propia. Explicó explicó a Página Siete que esta destrucción de la superficie forestal se llevará adelante a mediano plazo para mejorar la calidad de vida de la población y que es  difícil realizar actividades económicas sin hacer una deforestación, sin tumbar bosques.
Esta autoridad agregó que la elaboración del plan de desforestación tendría que ser consensuado con autoridades municipales, departamentales y asambleístas de la región y que se deben llevar a cabo reuniones de información y socialización con diferentes sectores sociales.
Esta propuesta de destrucción del bosque precisamente planteada por una autoridad medioambiental es preocupante por el desconocimiento o por la falta de un análisis integral y crítico sobre la  realidad económica y socio- ambiental del departamento amazónico de Pando.
Lo que está planteando Edivaldo Moura es el desarrollo y la promoción del agro negocio; de la agricultura y la ganadería a gran escala lo cual es totalmente contraria a la vocación forestal en esta región amazónica y nos llevaría a un desastre ambiental y  a la destrucción de la biodiversidad que es nuestro mayor patrimonio.
La Amazonía no tiene vocación agrícola y ganadera porque sus suelos son frágiles y con el tiempo la erosión se convierte en un problema difícil de resolver. Estas actividades económicas aparte de destruir el bosque despojan y expulsa de sus territorios a indígenas y campesinas obligándolos a migrar a las ciudades aumentando los cordones de pobreza urbana. Es el ejemplo del Municipio de Cobija que tiene el 80 por ciento de su cobertura desforestada destinada a la ganadería que solo beneficia a pequeños grupos de poder y la mayoría de la población migró a las periferias de la ciudad; viven en condiciones de pobreza y han perdido el acceso al territorio y a los recursos naturales.
Históricamente el norte amazónico, del  cual forma parte todo el departamento de Pando ha desarrollado actividades económicas sin destruir el bosque. Desde el siglo pasado hasta la década del ochenta la extracción de la goma y actualmente la explotación de la castaña amazónica y la extracción de madera son las actividades en las cuales no es necesario destruir el bosque.
Si bien es cierto que existe una necesidad de industrialización de los recursos naturales esta debe ser de acuerdo a la realidad, a la vocación y al potencial existente en la Amazonía. Se debe desarrollar la industrialización de la madera, la castaña, la goma, la piscicultura, frutas tropicales, resinas, aceites vegetales, artesanías, productos farmacéuticos y la biotecnología. En Chile por ejemplo, sin ser un país forestal, la industria de la madera tiene ingresos superiores a los que tiene Bolivia por concepto de exportación de gas. Una hectárea de lagunas artificiales puede albergar cientos de miles de peces y tener mejor rendimiento que 100 hectáreas desforestadas con ganado vacuno.
El desarrollo de la industria sin chimenea, el ecoturismo es otro potencial que es necesario apoyar y que tiene resultados palpables en la Amazonía Sur; en Rurrenabaque, el Madidi y Pilón Lajas.
El desarrollo económico con preservación de la Amazonía es posible, es real; no hay que inventar nada solo hay que transferir experiencias, tecnologías y elaborar proyectos con calidad con expertos junto al conocimiento tradicional de la población indígena y de florestanos (2).
Respecto a la necesidad energética es conocida la intención del gobierno y autoridades locales de construir la hidroeléctrica de Cachuela Esperanza lo cual es un error por el alto impacto social y ambiental. Significa inundar 500 kilómetros cuadrados de bosques castañeros, desaparecerían 50 comunidades indígenas y florestanas que tendrían que migrar a  las periferias urbanas. Desaparecerían los peces de la cuenca amazónica porque no podrían migrar a desovar al no poder pasar el muro de la represa. Este efecto ya se siente a causa de la construcción de las Represas de San Antonio y Jiraú en Rondonia Brasil.
Los millones de dólares que se invertirían en la construcción de la Hidroeléctrica de Cachuela Esperanza resolverían el problema de pobreza de todo el norte amazónico a través de un plan de desarrollo integral participativo de acorde con la realidad y las verdaderas necesidades locales; distribuyendo  los bienes comunes con justicia social.
La alternativa energética es construir pequeñas y medianas hidroeléctricas en los ríos Yata y Genesguaya en la provincia Vaca Diéz,  Tahuamanu y Buyuyo en Pando. Otras opciones energéticas es la biomasa abundante en la Amazonía. 
El chip mental del desarrollismo  nos está llevando a buscar el crecimiento económico a toda costa sin importar los elevados costos e impactos sociales y ambientales. Hace falta debate amplio, fraterno, de frente con todos los actores sociales y autoridades de la región para comprender que otro modelo de desarrollo es posible para evitar el ecocidio y la desolación en la Amazonía.
Notas:
1.        Pando perfila aumentar su nivel de deforestación hasta un 40%. Claudia Soruco / Cobija, Pando - 28/07/2013- Pagina Siete.
2.        Florestanos. Concepto que viene de florestanía, que significa que vive en la floresta o en el bosque. Si se trata de descolonizarnos el concepto de campesinos es equivocado porque la gente no vive en el campo, sino en el bosque.

La poesía de Alvaro Diez Astete se lee en Agosto




(primera aproximación a su poética)

Verónica Ardanaz

En agosto el viento desnuda el rito del caer de las hojas como últimas máscaras del mundo. En agosto el lapacho de “alma feroz”, al decir guaraní, incendia la piel fronteriza del tiempo,  y el cebil llovizna en la cámara secreta de la sed que nos iguala en este estar en el mundo. Agosto es nadir, desnudez, piel y sed, como una muerte verde, la Pachamama abre su boca hambrienta, sobreabundante de un orden de amparo. Por eso agosto me dona una puerta (esa de tantas que encontramos los que vivimos poéticamente el mundo) para adentrarme a la espesura de la obra poética de Álvaro Díez Astete, a quien tuve el gusto de conocer hace unos días en La Paz. Porque afirma este poeta que vive imantado al mundo: “todas las cosas son una puerta que dan a nuestra interioridad”.
La poca difusión de un poeta como Álvaro Díez Astete en la Argentina es imperdonable, como también, de Ramón Rocha Monroy, Jaime Sáenz, Marcelo Quiroga Santa Cruz, Jesús Urzagasti, entre tantos otros escritores bolivianos fundamentales de nuestro continente. Es una prueba más de que la poesía no sólo ha pasado a la clandestinidad, sino que su ausencia es signo elocuente del nivel de fragmentación de nuestros pueblos. Si hemos de hermanarnos para construir un nuevo horizonte civilizatorio en el siglo XXI, tendría que ser por aquí, por nuestros símbolos profundos.
Voy a empezar por situar la obra de Díez Astete en un territorio entrañable: La Paz, pero también la selva junto a su desamparo verde de Alto Madidi, las “tumbas” del hospicio donde trabajó en Lima, sus días de exilio en Buenos Aires, esperando la caída de la dictadura de Banzer. En todos los territorios explorados por su poesía hay una lucidez de habitar la tierra, en su casi insoportable extensión de deseo, en el compromiso del cubrefuegos del amor ante los desamparos del mundo, donde “me dejo estar en la tierra porque soy el gozante”, al decir de nuestro poeta salteño Manuel Castilla, un estar que resuena en Díez Astete, desde su primer libro: “sólo se sabe que estoy aquí, por un dejo de amanecer en ti, un dejarme estar”. 
El Illimani que “se está”, el que nombra Jaime Sáenz en Imágenes paceñas, desnuda a La Paz, recuerda la máscara demencial de la ciudad, su autismo chillón, la devastación del alma por el consumo, enciende los hilos de una sangre que se desangra por las avenidas. ¿Será que esa ciudad íntima que hace latir más intensamente lo que somos estaba desapareciendo? Fue la primera pregunta que nos nació con Álvaro cuando nos vimos, y me contesta uno de sus poemas: “pasa debajo del puente la navegación de un sueño primitivo del mar, pasan las transformaciones del cielo en la memoria de la ciudad de La Paz, una danza de las apariciones en la selva de la desaparición”.
En un café subterráneo, cerca de la Plaza Murillo, celebramos con cervecitas nuestro encuentro, compartimos política y cultura en tiempos de encrucijadas, nuestro trabajo en espacios de encierro, la situación y visión de los pueblos originarios de Bolivia (Álvaro es antropólogo comprometido con sus causas). Y descubrimos la valoración de una misma constelación poética, que comienza con Jaime Sáenz, quien ha sido su poeta iniciático y compañero de camino, pero también: Enrique Molina, a quien conoció en 1972, en su exilio rioplatense, además de: Rilke, Vallejos, Francisco Madariaga, Aldo Pellegrini, José María Arguedas, Olga Orozco,  Ernesto Sábato, José Lezama Lima (y agregaría al poeta correntino de la selva guaranítica, Jorge Sánchez Aguilar). Esos nombres no hilaban un diálogo en abstracto, si no, un anecdotario vital.
Una parte de la obra de Díez Astete se hermana al surrealismo criollo, americano, de Molina, Pellegrini, Madariaga y Orozco, quienes habían deseado: “la encarnación de un mito de la poesía, que perdura y le da un sentido muy especial a la tarea del poeta, porque no se trata de una escuela literaria, sino de una concepción total del hombre y el universo”[i], un vivir poéticamente el mundo. “Como el amor, la poesía es la persecución de un secreto imposible. Oprimidos por la cultura, las ideas recibidas y su propio terror, los hombres, generalmente, se las ingenian para ahogar esa levadura salvaje. Pero su esplendor rescata en el hombre su naturaleza abisal. Palabra a palabra va dando la forma del deseo y, cuando rescata un destello de ese sol enterrado bajo la razón y la lógica de toda la violencia del mundo, se siente que ha cumplido su designio”[ii].
Otro puntal de la obra de Díez Astete nace del primer encuentro con Jaime Sáenz, en su casa imantada, a los diecinueve años. En esa ocasión recuerda que lo atrapó un cuadro con una nave en la tormenta, que tenía una inscripción, como un secreto de alquimista: “es necesario navegar, vivir no es necesario”, y que se lo obsequiaron especialmente tras la muerte del poeta. Los que vivimos poéticamente, es decir, cualquiera que se adentre a la espesura de la vida para nombrarla con su propia voz, hemos sentido el poder de las aguas profundas, el misterio de las aguas primigenias que nos regresan, y el contraste de la fragilidad de la navegación.  El recuerdo mágico de Álvaro me hizo sentir que el subsuelo del bar en el que conversábamos, de madera antigua, con libros en vitrinas a lo largo de toda su extensión, entramado a la imantación de palabras graves y poetas que convocábamos, se transformaba en la bodega de un galeón contra el mar irreverente de la muerte cotidiana, “y nosotros, el contemplativo, el amante, el inhumanista que uno es, cuando se escucha decir surgiendo de la nada de la desmesura del horizonte ‘tú eres el mar’, nos miramos, viéndome a mí mismo como muerto aun viviente en los alrededores de sí”.
Decía Rilke que la belleza puede ser el inicio de lo terrible, cuanto más adentro en la vida, más palpamos la sombra de la muerte, hay una inversión paradójica en la médula del conocimiento poético. Cuenta Álvaro que “una de las cosas que Jaime quería hacer siempre, y no sabía cómo, era probar la experiencia de caer al cielo, lo que consistía en ir a algún sitio solitario del altiplano en una noche absolutamente despejada y sin luna, tenderse de espaldas mirando al cielo indeciblemente estrellado, y… caer al cielo. El universo en su pavorosa desnudez”. En contacto oscuro con la materia vital, el poeta aprende a “ver” por debajo de la piel del día, ningún gesto es trivial, y Álvaro lo vive y lo recuerda: “dos semanas antes del deceso de Jaime pasando por su casa a las once de la mañana, lo vi sentado en su ventana que daba a la calle, de espaldas al sol, como nunca lo habría hecho; no quise molestarlo y seguí mi rumbo”[iii].
Álvaro también me relató una anécdota ocurrida en los 50, que reafirma la importancia de una década donde los creadores argentinos recorrían la América Profunda de una manera empecinada y vital (pienso en el grupo “La Carpa”, donde Raúl Galán buscaba ser “carne de tierra” y una poesía que fuera “vaticinio”, o en Rodolfo Kusch, todos ellos de nuestro noroeste argentino), se refería a Enrique Molina y Olga Orozco, que en plena Revolución del 52 habían llegado a La Paz, a casa de Jaime “sin conocerse para nada y sin previo aviso, justo en los momentos en que él estaba saliendo para reunirse con su comando de combatientes, les dejo la llave de su casa, y ahí se quedaron hasta que Jaime regresó tres días después”.
Una voz oracular impregna la obra “libertaria” de Álvaro Díez Astete, con una intensidad y coherencia semejantes a la urdimbre textual de los mitos de creación. Así el título de su obra poética reunida entre 1981 y 2003: Escritura poética elemental[iv], preanuncia una palabra abisal amasada con los elementos primigenios de la materia. Tiene un arte de tapa que es una potente textura imbricada de símbolos y signos, creado por un paciente crónico del Hospital Psiquiátrico de Lima, luego de la lectura de sus poemas; además, tiene dibujos interiores del autor. Ya su primer libro, Viejo vino, cielo errante, está estructurado en cuatro cuencos sagrados: cáliz de fuego, aire, agua y tierra, que exploran la condición del ser humano despierta a su conciencia, como decía Lezama Lima, nos olvidamos que llevamos “un tesoro en un vaso de barro”, ese tesoro es la imagen arquetípica, cósmica, mítica, la de los sueños y la poesía. Cada invocación a los cuatro elementos, como un mito de creación, funda su voz poética en permanente estado de transmutación, muere y renace el poeta en cada esquina de su espacio sagrado: “tierra adentro de la tierra hacia la tierra virgen el canto coral del cuerpo sobre el agua vaciada en el agua madre del diluvio”.
En toda la obra de Díez Astete hay un vivenciar en y de la imagen poética. Una voz en la médula de un “estar en el mundo” en su doble condición de calavera y máscara, reunidas en el mismo fuego de la imagen, en la visión raigal del “animal simbólico”, según Cassirer. Díez Astete nos recuerda que nuestra sustancia última es la imagen, no la superficial imaginería de los sentidos (superficialidad potenciada en la actual cultura de masas), sino aquella imagen como materia del misterio de vida y muerte, cultivada por los sueños y reconocida por nuestros pueblos originarios como la “verdadera imagen del mundo”, la de la imaginación fecundante, la seminal, la poética. Lo paradójico de la imagen es que siendo una realidad última necesite una encarnadura para nombrarse, para habitarse en su plena profundidad, una paradoja que imanta interior y exterior, muerte y vida, en una danza innombrable, danza que es un recrearse, un estarse en nosotros para darnos existencia junto a todo lo viviente: árbol, piedra, palabra.
Y esa encarnadura sagrada es la que Díez Astete explora permanentemente a lo largo de su obra con una pasión explosiva, donde el cuerpo es siempre cuerpo transfigurado, tacto sagrado: “lo invisible, lo insondable, la desmesura de acariciar un cuerpo dormido; encierro de tres animales en un desierto: extravío y revelación.” El cuerpo como espacio de transfiguración para alcanzar el hueso del mundo, el cuerpo humano poroso, oloroso, estelar, abierto “como umbela”, penetrado por viento y lluvia alucinados, cuerpo de soledad y por eso mismo, poblado de mundo. Encarnar o tocar un cuerpo es asumir una antigua memoria, dejarse poseer y penetrar dulcemente una sustancia de imágenes poderosas para recordar quiénes somos: “en el fondo de nuestra memoria aúlla nuestra madre salvaje”. Tacto que es puente sagrado entre las cosas, donde la imagen exterior pierde carnalidad, densidad y se adentra, no a un esencialismo platónico, si no a algo mucho más paradójico y terrible, como un corazón que sigue latiendo más allá de la muerte, como un cáliz de las imágenes en la tierra, que no sabrían morir. La poesía de Álvaro nos recuerda todo esto: que somos un sueño que se palpa en éxtasis, donde el otro es siempre la última realidad de los mundos: “así entramos en el mar si el mar nos encarna, el cuerpo de nuestro hundimiento goza la luz recibida”.
Poesía y amor son un solo gran espejo donde la existencia humana vislumbra su misterio y dona algún sentido al transitar sobre la tierra. Y cuando eso no acontece, se produce la máxima de las tragedias, nos recuerda el poeta: “alguien que no hay sonríe en el cuarto de al lado, un niño o una niña sin destino, el amor corre en todas las habitaciones vacías encarnado en cada uno de sus animales atroces.” El amor es desposesión que lo contiene todo. Para Díez Astete amar un cuerpo es un viaje de transmutación, sin máscaras, al fondo de una carnalidad que cae al cielo. La profunda condición erótica del mundo va “de poro a estrella”, como decía Lezama Lima, al borde de la desintegración. Una carne vegetal, selvática, la raíz cósmica del agua, el cuerpo de la mujer como un “jardín sobre el vacío”, donde la piel es tensión y extensión, máscara y desnudez de osario, inasible, pero profundamente terrestre, origen del conocimiento del mundo por el eros, como hablaban las mitologías originarias: sagrado y profano, dice, Díez Astete: “en el fuego final todos los cuerpos estarán desnudos”, la realidad será un abrir de “colmenas empapadas”, “el espacio de la cópula ya está más allá de la vida”. Así hermanado a Enrique Molina: “que el sexo vuelva a su sol tenebroso, / a sus lugares visionarios, a sus adioses, / a su reino cargado de secretos / siempre amenazadores, fundidos a la muerte”.
La escritura de Díez Astete busca abarcar toda la reverberancia de espejos del mundo, selva y altiplano es la desmesura de la aventura humana, por eso trasciende los géneros literarios, especialmente, en Devoración (1983) – novela poemática, Homo demens (2001) – mitopoética, Sonetos bizarros y otros poemas (2003) (con un humor transgresor exhalado de los héroes de creación americanos). En sus poemas las oraciones desbordan su cauce verbal y una resonancia semántica también desborda fecundamente el surco de las palabras cotidianas, creando una textura simbólica de “río sin orillas”, en un ritmo que es imagen vinculando todos los mundos.
Dentro de la coherencia e intensidad de su mundo poético, en donde no faltan los homenajes, (entre los que me ha conmovido, el poema a Néstor Paz Zamora, guerrillero muerto en Teoponte, también poeta) siento sin embargo un clímax en el libro, Homo demens, donde filosofía, mística, poesía y simbología hermética se funden en una sola imagen (a pesar del carácter aparentemente fragmentario de los poemas) preguntándose por el poder y el amor:
“Máscara que amas con amor de loco, Máscara deshecha para siempre, Máscara divina, Máscara inhumana, Máscara sin principio, Máscara sin retorno: humanismo arcaico.
En la noche alta he recordado un sueño terrible que tuve antes de nacer.
Ven, sueño, no hemos terminado. Tú que lo sabes todo, no a mí.”
Para ir terminando esta primera aproximación, quiero agregar que en Álvaro Díez Astete hay una muerte vital y danzante, al decir de sus imágenes, “una nervadura alucinada”, o una muerte propia, como decía Rilke, pero que nace de la experiencia cultural de vivir el mundo andino, donde nuestros muertos se están con nosotros, del lado de la vida. Sin embargo, Álvaro nos advierte de otra clase de muerte, un artefacto creado por el hombre occidental: las cárceles y los hospicios, las tumbas que nadie ve, “donde el sol se humaniza en los rincones, y ahí se queda”, domesticado, donde “el corazón humano es tumba del silencio de Dios y no hay cuerpo”. Un espacio, donde “la tarde podría estallar en cualquier momento, o se llenaría para siempre de un abrazo, y sin embargo estoy solo, bajo el cielo, apoyado en la muralla blanca manicomial, mirando ante mí la pradera que nace al pie de los árboles, y que baja lenta y definitivamente hacia el abismo.”
¿Cuándo dejarán las hojas de caer en el viento de agosto?
                “Viento de agosto.
                Y los cielos se extienden en luz,
                Se abren sin fin,
                Música del altiplano.”

Valle Hermoso, Salta, 1 de agosto de 2013.

[i] Entrevista a Enrique Molina, en 1987.
[ii] Molina, Enrique. Hotel Pájaro. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1981.
[iii] Cita de la revista literaria: La mariposa mundial, La Paz.
[iv] Díez Astete, Álvaro. Escritura poética elemental, Plural, La Paz, 2003. Todas las citas presentes en esta nota, fueron tomadas de esa obra.