La noche escondía un secreto. El teatro estaba lleno. Lleno de gente y
de un silencio religioso: tocaba Spinetta. Eran años de plomo, de dictadura, de
desprecio: el “flaco” no tocaba a cada rato. Un concierto, un recital, esos
días, era exponer a las personas. Salías del evento, y te podían llevar preso
(doy fe: lo hicieron conmigo el primer recital de Irreal en Buenos Aires.
Cantaba Baglietto. Tocaba el piano un pibe como nosotros: Fito Páez. Fue su
primera presentación en “la puta ciudad”), te podían pegar, te podían
gasificar, te podían lastimar… o te podían desaparecer, como cantaba Charly.
Muchos músicos se habían ido del país. Spinetta también lo había hecho.
De la mano de Guillermo Vilas, el tenista, había grabado un disco en inglés, en
los USA. No le había ido bien. Spinetta era el capitán Beto y no un remake de
Gino Vannelli. Pero estaba de nuevo entre nosotros. Y la expectativa cundía. El
flaco presentaba en vivo su nuevo proyecto: a 18 minutos del sol.
Ya sabíamos que íbamos a escuchar jazz-rock, ya sabíamos que la música
sería fundamentalmente instrumental, largas improvisaciones, destrezas, Pero
así sea por escuchar Canción para los días de la Vida –el único tema cantado
del disco, un temazo-, había que estar ahí. Aunque la noche era rara, decía.
Escondía un secreto.
Antes del inicio del concierto, los habíamos visto a Rodolfo García y a
Emilio del Guercio, baterista y bajista de Almendra. Estaban allí, entre
el público. Faltaba Edelmiro, el gran Edelmiro, y el primer super grupo
del rock argentino estaría completo. Al menos, en presencia. Al menos, para
saludarlos y decirles que los queríamos mucho y que habían compuesto parte de
la banda sonora de nuestras vidas. Por eso, cuando se apagaron las luces, y
empezó la música, sin presentaciones, sin alocuciones, sin nada más que una
banda de músicos frenéticos que tocaban a mil, el silencio era total, el fervor
iba por dentro, la devoción se olía, hasta que pasó, pasó lo que nadie
esperaba.
De repente, ¡zas! se cortó la luz, el teatro quedó a oscuras, una
oscuridad pesada como la oscuridad general donde vivíamos. Nadie supo después
si fue un atentado o un accidente, o qué mierda fue lo que pasó esa noche en el
venerable Teatro Avenida, un ámbito legendario de zarzuelas, no del rock, pero
lo cierto es que un millar de personas –músicos, público, Spinetta y yo-
estábamos dentro de la boca de un lobo feroz, estábamos en medio de un túnel
ciego, estábamos a 18 minutos del sol perdidos en medio de la galaxia.
Fue un segundo de magia, fue el inicio del ritual: se empezó a escuchar
la voz del flaco, la voz chillona de Spinetta, que decía: “vení Emilio”, “vení
Rodolfo”…. Alguien le alcanzó una vela y lo que estaba pasando, lo que estaba
ocurriendo, en tiempo real, en vivo y en directo, nadie de todos nosotros lo
podía creer, ni imaginar dos minutos antes: el secreto se estaba develando.
Del Guercio y García fueron hasta el escenario –la luz de la vela lo
había vuelto una ermita, una capilla, una gruta, la caverna de Platón-, se
subieron, lo rodearon al flaco, y la guitarra acústica empezó a tocar los
primeros acordes de ese himno universal, de esa canción que agradecemos todos y
la agradeceremos siempre: Muchacha ojos de Papel.
El teatro implosionó: si el silencio del principio, era para volver a
escuchar lo que tocaba en ese entonces Spinetta, su jazz-rock, el
silencio que se vivió esos tres minutos era reverencial, era sagrado, era
silencio cósmico: el flaco nos estaba brindando un tributo inesperado, en el
medio del estupor incomprensible del corte de la electricidad, Spinetta se
lanzaba al abismo del amor, y allí estaba cantando Muchacha con los coros y
todo.
Luego volvió la luz y el concierto siguió y terminó tal y como estaba
previsto, pero la gente salía, la gente salía de la caverna, de la gruta, de la
ermita y sabía, la gente sabía, yo sabía, que ya nunca más volveríamos a ser
los mismos.
La magia de un momento irrepetible nos había tocado, el aliento de un
dios nos había bendecido, la pasión más pura nos había abierto el corazón para
siempre. El hecho se volvió instantáneamente una leyenda urbana: ¿es verdad que
había regresado Almendra? ¿Es verdad que el flaco había cantado Muchacha Ojos
de Papel?
Dos años después, Almendra se volvió a reunir, hicieron algún disco
juntos y se presentaron en público, con Edelmiro Molinari al comando de su
guitarra. Y tal vez todo empezó esa noche, esa vez, cuando se cortó la luz en
el Teatro Avenida. Tal vez nunca lo sabremos, tal vez no importe saberlo o no.
Lo que sí vamos a recordar siempre los que estuvimos ahí es esa
posibilidad de la magia, esa hondura del ritual, esa transfiguración del
momento y de la existencia que sólo procura el arte. Fue como una especie de
felicidad completa. Efímera, fugaz, irrepetible, pero completa, porque pudiste
vivirla, porque pudiste sentirla, y eso si lo sigues llevando adentro, no te lo
quita nadie, no te lo puede quitar nadie. Es tuyo, como la luz del sol, como el
agua del arroyo, como el pan crujiente, como tu sonrisa. Es tuyo, es mío, es de
todos: de todos los que sentimos que eso es la vida, y ninguna otra cosa puede
comparársele.
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