(primera aproximación a su poética)
Verónica Ardanaz
Verónica Ardanaz
En agosto el viento desnuda el rito del caer de las hojas como últimas
máscaras del mundo. En agosto el lapacho de “alma feroz”, al decir guaraní,
incendia la piel fronteriza del tiempo, y el cebil llovizna en la cámara
secreta de la sed que nos iguala en este estar en el mundo. Agosto es nadir,
desnudez, piel y sed, como una muerte verde, la Pachamama abre su boca
hambrienta, sobreabundante de un orden de amparo. Por eso agosto me dona una
puerta (esa de tantas que encontramos los que vivimos poéticamente el mundo)
para adentrarme a la espesura de la obra poética de Álvaro Díez Astete, a quien
tuve el gusto de conocer hace unos días en La Paz. Porque afirma este poeta que
vive imantado al mundo: “todas las cosas son una puerta que dan a nuestra
interioridad”.
La poca difusión de un poeta como Álvaro Díez Astete en la Argentina es
imperdonable, como también, de Ramón Rocha Monroy, Jaime Sáenz, Marcelo Quiroga
Santa Cruz, Jesús Urzagasti, entre tantos otros escritores bolivianos
fundamentales de nuestro continente. Es una prueba más de que la poesía no sólo
ha pasado a la clandestinidad, sino que su ausencia es signo elocuente del
nivel de fragmentación de nuestros pueblos. Si hemos de hermanarnos para
construir un nuevo horizonte civilizatorio en el siglo XXI, tendría que ser por
aquí, por nuestros símbolos profundos.
Voy a empezar por situar la obra de Díez Astete en un territorio
entrañable: La Paz, pero también la selva junto a su desamparo verde de Alto
Madidi, las “tumbas” del hospicio donde trabajó en Lima, sus días de exilio en
Buenos Aires, esperando la caída de la dictadura de Banzer. En todos los
territorios explorados por su poesía hay una lucidez de habitar la tierra, en
su casi insoportable extensión de deseo, en el compromiso del cubrefuegos del
amor ante los desamparos del mundo, donde “me dejo estar en la tierra porque
soy el gozante”, al decir de nuestro poeta salteño Manuel Castilla, un estar
que resuena en Díez Astete, desde su primer libro: “sólo se sabe que estoy
aquí, por un dejo de amanecer en ti, un dejarme estar”.
El Illimani que “se está”, el que nombra Jaime Sáenz en Imágenes
paceñas, desnuda a La Paz, recuerda la máscara demencial de la ciudad, su
autismo chillón, la devastación del alma por el consumo, enciende los hilos de
una sangre que se desangra por las avenidas. ¿Será que esa ciudad íntima que
hace latir más intensamente lo que somos estaba desapareciendo? Fue la primera
pregunta que nos nació con Álvaro cuando nos vimos, y me contesta uno de sus
poemas: “pasa debajo del puente la navegación de un sueño primitivo del mar,
pasan las transformaciones del cielo en la memoria de la ciudad de La Paz, una
danza de las apariciones en la selva de la desaparición”.
En un café subterráneo, cerca de la Plaza Murillo, celebramos con
cervecitas nuestro encuentro, compartimos política y cultura en tiempos de
encrucijadas, nuestro trabajo en espacios de encierro, la situación y visión de
los pueblos originarios de Bolivia (Álvaro es antropólogo comprometido con sus
causas). Y descubrimos la valoración de una misma constelación poética, que
comienza con Jaime Sáenz, quien ha sido su poeta iniciático y compañero de
camino, pero también: Enrique Molina, a quien conoció en 1972, en su exilio
rioplatense, además de: Rilke, Vallejos, Francisco Madariaga, Aldo Pellegrini,
José María Arguedas, Olga Orozco, Ernesto Sábato, José Lezama Lima (y
agregaría al poeta correntino de la selva guaranítica, Jorge Sánchez Aguilar).
Esos nombres no hilaban un diálogo en abstracto, si no, un anecdotario vital.
Una parte de la obra de Díez Astete se hermana al surrealismo criollo,
americano, de Molina, Pellegrini, Madariaga y Orozco, quienes habían deseado:
“la encarnación de un mito de la poesía, que perdura y le da un sentido muy
especial a la tarea del poeta, porque no se trata de una escuela literaria,
sino de una concepción total del hombre y el universo”[i], un
vivir poéticamente el mundo. “Como el amor, la poesía es la persecución de un
secreto imposible. Oprimidos por la cultura, las ideas recibidas y su propio
terror, los hombres, generalmente, se las ingenian para ahogar esa levadura
salvaje. Pero su esplendor rescata en el hombre su naturaleza abisal. Palabra a
palabra va dando la forma del deseo y, cuando rescata un destello de ese sol
enterrado bajo la razón y la lógica de toda la violencia del mundo, se siente
que ha cumplido su designio”[ii].
Otro puntal de la obra de Díez Astete nace del primer encuentro con
Jaime Sáenz, en su casa imantada, a los diecinueve años. En esa ocasión
recuerda que lo atrapó un cuadro con una nave en la tormenta, que tenía una
inscripción, como un secreto de alquimista: “es necesario navegar, vivir no es
necesario”, y que se lo obsequiaron especialmente tras la muerte del poeta. Los
que vivimos poéticamente, es decir, cualquiera que se adentre a la espesura de
la vida para nombrarla con su propia voz, hemos sentido el poder de las aguas
profundas, el misterio de las aguas primigenias que nos regresan, y el
contraste de la fragilidad de la navegación. El recuerdo mágico de Álvaro
me hizo sentir que el subsuelo del bar en el que conversábamos, de madera
antigua, con libros en vitrinas a lo largo de toda su extensión, entramado a la
imantación de palabras graves y poetas que convocábamos, se transformaba en la
bodega de un galeón contra el mar irreverente de la muerte cotidiana, “y
nosotros, el contemplativo, el amante, el inhumanista que uno es, cuando se
escucha decir surgiendo de la nada de la desmesura del horizonte ‘tú eres el
mar’, nos miramos, viéndome a mí mismo como muerto aun viviente en los
alrededores de sí”.
Decía Rilke que la belleza puede ser el inicio de lo terrible, cuanto
más adentro en la vida, más palpamos la sombra de la muerte, hay una inversión
paradójica en la médula del conocimiento poético. Cuenta Álvaro que “una de las
cosas que Jaime quería hacer siempre, y no sabía cómo, era probar la
experiencia de caer al cielo, lo que consistía en ir a algún sitio solitario
del altiplano en una noche absolutamente despejada y sin luna, tenderse de
espaldas mirando al cielo indeciblemente estrellado, y… caer al cielo. El
universo en su pavorosa desnudez”. En contacto oscuro con la materia vital, el
poeta aprende a “ver” por debajo de la piel del día, ningún gesto es trivial, y
Álvaro lo vive y lo recuerda: “dos semanas antes del deceso de Jaime pasando
por su casa a las once de la mañana, lo vi sentado en su ventana que daba a la
calle, de espaldas al sol, como nunca lo habría hecho; no quise molestarlo y
seguí mi rumbo”[iii].
Álvaro también me relató una anécdota ocurrida en los 50, que reafirma
la importancia de una década donde los creadores argentinos recorrían la
América Profunda de una manera empecinada y vital (pienso en el grupo “La
Carpa”, donde Raúl Galán buscaba ser “carne de tierra” y una poesía que fuera
“vaticinio”, o en Rodolfo Kusch, todos ellos de nuestro noroeste argentino), se
refería a Enrique Molina y Olga Orozco, que en plena Revolución del 52 habían
llegado a La Paz, a casa de Jaime “sin conocerse para nada y sin previo aviso,
justo en los momentos en que él estaba saliendo para reunirse con su comando de
combatientes, les dejo la llave de su casa, y ahí se quedaron hasta que Jaime
regresó tres días después”.
Una voz oracular impregna la obra “libertaria” de Álvaro Díez Astete,
con una intensidad y coherencia semejantes a la urdimbre textual de los mitos
de creación. Así el título de su obra poética reunida entre 1981 y 2003: Escritura
poética elemental[iv], preanuncia una palabra abisal amasada con
los elementos primigenios de la materia. Tiene un arte de tapa que es una
potente textura imbricada de símbolos y signos, creado por un paciente crónico
del Hospital Psiquiátrico de Lima, luego de la lectura de sus poemas; además,
tiene dibujos interiores del autor. Ya su primer libro, Viejo vino, cielo
errante, está estructurado en cuatro cuencos sagrados: cáliz de fuego,
aire, agua y tierra, que exploran la condición del ser humano despierta a su
conciencia, como decía Lezama Lima, nos olvidamos que llevamos “un tesoro en un
vaso de barro”, ese tesoro es la imagen arquetípica, cósmica, mítica, la de los
sueños y la poesía. Cada invocación a los cuatro elementos, como un mito de
creación, funda su voz poética en permanente estado de transmutación, muere y
renace el poeta en cada esquina de su espacio sagrado: “tierra adentro de la
tierra hacia la tierra virgen el canto coral del cuerpo sobre el agua vaciada
en el agua madre del diluvio”.
En toda la obra de Díez Astete hay un vivenciar en y de la imagen
poética. Una voz en la médula de un “estar en el mundo” en su doble condición
de calavera y máscara, reunidas en el mismo fuego de la imagen, en la visión
raigal del “animal simbólico”, según Cassirer. Díez Astete nos recuerda que
nuestra sustancia última es la imagen, no la superficial imaginería de los
sentidos (superficialidad potenciada en la actual cultura de masas), sino
aquella imagen como materia del misterio de vida y muerte, cultivada por los
sueños y reconocida por nuestros pueblos originarios como la “verdadera imagen
del mundo”, la de la imaginación fecundante, la seminal, la poética. Lo
paradójico de la imagen es que siendo una realidad última necesite una
encarnadura para nombrarse, para habitarse en su plena profundidad, una
paradoja que imanta interior y exterior, muerte y vida, en una danza
innombrable, danza que es un recrearse, un estarse en nosotros para darnos
existencia junto a todo lo viviente: árbol, piedra, palabra.
Y esa encarnadura sagrada es la que Díez Astete explora permanentemente
a lo largo de su obra con una pasión explosiva, donde el cuerpo es siempre
cuerpo transfigurado, tacto sagrado: “lo invisible, lo insondable, la desmesura
de acariciar un cuerpo dormido; encierro de tres animales en un desierto:
extravío y revelación.” El cuerpo como espacio de transfiguración para alcanzar
el hueso del mundo, el cuerpo humano poroso, oloroso, estelar, abierto “como
umbela”, penetrado por viento y lluvia alucinados, cuerpo de soledad y por eso
mismo, poblado de mundo. Encarnar o tocar un cuerpo es asumir una antigua
memoria, dejarse poseer y penetrar dulcemente una sustancia de imágenes
poderosas para recordar quiénes somos: “en el fondo de nuestra memoria aúlla
nuestra madre salvaje”. Tacto que es puente sagrado entre las cosas, donde la
imagen exterior pierde carnalidad, densidad y se adentra, no a un esencialismo
platónico, si no a algo mucho más paradójico y terrible, como un corazón que
sigue latiendo más allá de la muerte, como un cáliz de las imágenes en la
tierra, que no sabrían morir. La poesía de Álvaro nos recuerda todo esto: que
somos un sueño que se palpa en éxtasis, donde el otro es siempre la última
realidad de los mundos: “así entramos en el mar si el mar nos encarna, el
cuerpo de nuestro hundimiento goza la luz recibida”.
Poesía y amor son un solo gran espejo donde la existencia humana
vislumbra su misterio y dona algún sentido al transitar sobre la tierra. Y
cuando eso no acontece, se produce la máxima de las tragedias, nos recuerda el
poeta: “alguien que no hay sonríe en el cuarto de al lado, un niño o una niña
sin destino, el amor corre en todas las habitaciones vacías encarnado en cada
uno de sus animales atroces.” El amor es desposesión que lo contiene todo. Para
Díez Astete amar un cuerpo es un viaje de transmutación, sin máscaras, al fondo
de una carnalidad que cae al cielo. La profunda condición erótica del mundo va
“de poro a estrella”, como decía Lezama Lima, al borde de la desintegración.
Una carne vegetal, selvática, la raíz cósmica del agua, el cuerpo de la mujer
como un “jardín sobre el vacío”, donde la piel es tensión y extensión, máscara
y desnudez de osario, inasible, pero profundamente terrestre, origen del
conocimiento del mundo por el eros, como hablaban las mitologías originarias:
sagrado y profano, dice, Díez Astete: “en el fuego final todos los cuerpos
estarán desnudos”, la realidad será un abrir de “colmenas empapadas”, “el
espacio de la cópula ya está más allá de la vida”. Así hermanado a Enrique
Molina: “que el sexo vuelva a su sol tenebroso, / a sus lugares visionarios, a
sus adioses, / a su reino cargado de secretos / siempre amenazadores, fundidos
a la muerte”.
La escritura de Díez Astete busca abarcar toda la reverberancia de
espejos del mundo, selva y altiplano es la desmesura de la aventura humana, por
eso trasciende los géneros literarios, especialmente, en Devoración (1983)
– novela poemática, Homo demens (2001) – mitopoética, Sonetos
bizarros y otros poemas (2003) (con un humor transgresor exhalado de los
héroes de creación americanos). En sus poemas las oraciones desbordan su cauce
verbal y una resonancia semántica también desborda fecundamente el surco de las
palabras cotidianas, creando una textura simbólica de “río sin orillas”, en un
ritmo que es imagen vinculando todos los mundos.
Dentro de la coherencia e intensidad de su mundo poético, en donde no
faltan los homenajes, (entre los que me ha conmovido, el poema a Néstor Paz
Zamora, guerrillero muerto en Teoponte, también poeta) siento sin embargo un
clímax en el libro, Homo demens, donde filosofía, mística, poesía y
simbología hermética se funden en una sola imagen (a pesar del carácter
aparentemente fragmentario de los poemas) preguntándose por el poder y el amor:
“Máscara que amas con amor de loco, Máscara deshecha para siempre,
Máscara divina, Máscara inhumana, Máscara sin principio, Máscara sin retorno: humanismo
arcaico.
En la noche alta he recordado un sueño terrible que tuve antes de nacer.
Ven, sueño, no hemos terminado. Tú que lo sabes todo, no a mí.”
Para ir terminando esta primera aproximación, quiero agregar que en
Álvaro Díez Astete hay una muerte vital y danzante, al decir de sus imágenes,
“una nervadura alucinada”, o una muerte propia, como decía Rilke, pero que nace
de la experiencia cultural de vivir el mundo andino, donde nuestros muertos se
están con nosotros, del lado de la vida. Sin embargo, Álvaro nos advierte de
otra clase de muerte, un artefacto creado por el hombre occidental: las
cárceles y los hospicios, las tumbas que nadie ve, “donde el sol se humaniza en
los rincones, y ahí se queda”, domesticado, donde “el corazón humano es tumba
del silencio de Dios y no hay cuerpo”. Un espacio, donde “la tarde podría
estallar en cualquier momento, o se llenaría para siempre de un abrazo, y sin
embargo estoy solo, bajo el cielo, apoyado en la muralla blanca manicomial,
mirando ante mí la pradera que nace al pie de los árboles, y que baja lenta y
definitivamente hacia el abismo.”
¿Cuándo dejarán las hojas de caer en el viento de agosto?
“Viento de agosto.
Y los cielos se extienden en luz,
Se abren sin fin,
Música del altiplano.”
Valle Hermoso, Salta, 1 de agosto de 2013.
[iv] Díez Astete, Álvaro. Escritura poética elemental,
Plural, La Paz, 2003. Todas las citas presentes en esta nota, fueron tomadas de
esa obra.
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