Pablo Cingolani
—¡Bien que has venido! ¡Voy a brindar por tu camino! –exclama un hombre apergaminado por la vida, áspero y luminoso, como el paisaje que lo rodea, para luego ofrendar y zamparse una llamarada de fuego líquido. Cuando me toca “challar” y brindar a mí, siento que un alcohol tan pesado haría tambalear a un irlandés, pero igual lo aguanto, respiro hondo, lo miro al hombre y le digo:
—Mierda,
Plácido, ¡este trago sí que está fuerte!
Plácido
Castro es el corregidor de Aike, una comunidad aymara, perdida en la orilla
norte del salar que la mayoría conoce por Uyuni. Un año que no lo veía, un año
entero que no sabía de él, pero allí estaba yo, había regresado.
—Alzo
mi palabra para que sepas—proclama ceremonioso—¡Has cumplido y aquí estás de
vuelta! ¡Vuelvo a brindar por tu camino!
Y
¡zas! otro latigazo a la garganta: el cuerpo se me desentumece y vuelvo a
vibrar. Ellos, Plácido y los suyos –un chango que fue bautizado como Porfirio
Jonathan, y que es su nieto; la Tatiana, su mujer, algún que otro pariente que
andaba merodeando por ahí- están celebrando su año nuevo, el que celebran desde
siempre, el año nuevo en los Andes: son las vísperas del cíclico 21 de junio,
solsticio del invierno austral. Había conocido a Plácido el año anterior, en
otra comunidad llamada Jirira, en cuyas alturas, hacia el lado por donde se
encuentra Aike, se celebraron los ritos de recibimiento y buenaventura.
—Aike
queda aquicito—me dijo esa vez Plácido, ambos sumergidos en la noche negra,
negrísima, de las pampas salineras, donde la única luz y fuente de calor era un
fuego de tola, que languidecía. Su dedo se hundía en la oscuridad y señalaba al
oeste, obsesionante oeste— Al año, te vas caminando hacia allá, primero está
Coquesa, luego mi casa. Allí te espero…
Cuando
volví, no lo dudé y partí desde Jirira, tan sólo, con una botella de agua a
cuestas y una enorme bolsa verde con hojas de coca: mi regalo para Plácido y
los comunarios de Aike.
* * *
Caminar
por el desierto es una de las experiencias de contacto e intercambio con la
naturaleza, más inspiradora y cautivadora de todas las que pueden vivirse. La
simplicidad del entorno, su temible carga climática, el espejismo que siempre
acecha, lo vuelven un espacio de revelaciones en cadena. Es como el océano,
pero un océano de honduras diferentes.
Ningún
desierto se asemeja a otro, y éste del que anoto, es uno de los más
extravagantes que existen en toda la Tierra. Es blanco, como la Antártida es
blanca, y fue el antiguo lecho de un mar interior, un pedazo de Pacífico que
quedó atrapado cuando se elevaron las cordilleras. El agua seca se cuajó en sal
pura, y es tal la cantidad que el salar resultante es más grande que la isla de
Jamaica o como Bélgica partida en dos. Un país de sal congelada, dura como la
injusticia, brillante como cien lunas juntas.
Los
libros de geografía dicen que ocupa 12 mil kilómetros cuadrados y algunos
cuentan que Aldrin, el astronauta Aldrin, lo divisó desde la ventanilla (¿se
dirá así?) del cohete Apolo, el de la famosa misión que aterrizó en Selenia.
Desde el cosmos, el salar se vería como una extraña perla, incrustada en la
piel del mundo.
Dicen
que Buzz Aldrin, una vez retornado, quiso saber qué cosa era eso blanco que
había divisado y que llegó a Bolivia para comprobarlo. Julian Barnes, en su
imprescindible Una historia del mundo en diez capítulos y medio, tiene
un relato que ronda por lo mismo. Otro astronauta, en misión galáctica, siente
que el mismísimo Dios lo incita a que encuentre el Arca de Noé y el hombre va a
en su búsqueda hasta el Monte Ararat, en el altiplano armenio, hoy ocupado por
los turcos.
Estas
historias, reales o imaginarias, sólo cobran sentido en los desiertos, y yo iba
tapizando mis pasos con ellas, mientras caminaba hacia la casa de Plácido que,
a decir verdad, no tenía la menor idea de dónde se ubicaba. Toda la verdad sea
dicha, tampoco tenía la menor idea de dónde quedaba Aike. La había visto
marcada en un mapa del IGM, pero cuando la noche anterior a mi partida, anuncié
mi intención de ir hasta allí, Lupe y Carlitos, mis anfitriones en Jirira, me
miraron cómo si les hubiese dicho que quería irme al mismísimo carajo y
Carlitos, uno de los hombres más flacos y simpáticos que conocí en estos
eriales que le rompen los nervios a cualquiera, buscó una botella de
aguardiente y le agregó un generoso chorro al mate de cedrón que yo estaba
tomando.
—Tu
ándale dando la vuelta al volcán—me aseguró con voz de aplomo—, tarde o
temprano tendrás que llegar hasta Aike. Escúchame bien: llévate agua, porque
eso sí que no vas a encontrar así nomás. Mañana, nosotros haremos chuño.
En
1640, un fraile laborioso e inquietísimo, de apellido Barba, publicó un libro
maravilloso que tituló El arte de los metales. Entre sus páginas, se
atesora la primera descripción histórica del salar que la mayoría conoce por
Uyuni. Afirma de él, algo indudable y que nadie creyó por tres siglos y medio:
que es una de las maravillas naturales del que fue conocido como Nuevo Mundo.
También aseguró que en su interior, había ojos de agua donde podían hallarse
“grandes y crecidos peces”. Insisto: para prodigios y milagros, no hay nada
mejor que un buen desierto.
* * *
Sigue
al volcán fue la advertencia de Carlitos. Ya anoté que éste que nos ocupa es un
desierto singular porque es blanco. Ahora agregaré para terminar de pintar el
cuadro escénico que su ribera norte está coronada por una montaña, cargada de
tanto mito y misticismo, como pocas que se conozcan en el orbe. Aludo al
Tunupa, el volcán Tunupa, la montaña Tunupa, la Mama Tunupa de los lugareños.
En otro escrito, me referí a ella como el gran santuario cósmico de todo el
altiplano sur. Su importancia ritual, por esos lados de los Andes, sólo puede
ser comparada con otros dos volcanes, dos colosos: el Lincancabur y el
Llullaillaco.
Pero
hay otra cosa con la que me persuade: su innegable magnetismo, producto de una
belleza que desconcierta y que potencia una presencia estética que, sin dudas,
a mí al menos, me seduce con ardor y me avasalla de placer, me guía en suma.
La
causa de la belleza del Tunupa fue un cataclismo. La belleza del Tunupa es la
consecuencia de la reventazón del cráter del volcán. Y esa belleza está allí,
al desnudo, descarnada, destripada habría que decir, porque es la belleza del
magma, la belleza del interior mineral y viviente del planeta que explotó y se
expone, las entrañas de la Pachamama, y uno se queda frío si va y sube hasta
los bordes azufrosos del agujero volcánico y lo mira desde ahí y se ofrenda al
destino. Es otro viaje, hacia arriba, ascensional: pregunten al mismo y bendito
Carlitos dónde es que quedan las Apachetas del Tunupa y suban y vean las marcas
de un espectáculo, tan antiguo que pocos lo rememoran, pero que el sólo
intuirlo –las lavas en danza, el caos desplegado, el caos desafiando-, si te
animas, te provoca una conmoción tan fuerte que hasta las piedras elevadas en
apachetas pueden que se muevan, como sucedió una vez que subimos hasta allí en
compañía de Ricardo Solíz Alanes, Juan Cadena y un perro de la comarca, que no
le tiene miedo a los abismos, ni a las alturas.
Seguí
al volcán, como me indicó Carlitos, y caminando, caminando llegué a Coquesa y
no había un alma en Coquesa, sólo una iglesia donde advertías esto: la cruz del
portal no era la habitual, era la cruz cuadrada, la cruz sincrética de los
Andes, y se ubicaba, de frente y de manera inequívoca, en dirección a la cumbre
del cerro, del Tunupa. ¿La guerra mágica, la resistencia mística o
qué?—recuerdo que pensé. Delante de la puerta de la iglesia, había también una
cabeza de cóndor, tallada en piedra, un “mallku” mirando al este, hacia donde
sale el sol y se yergue otra montaña emblemática: el Tata Cuzco, cerro macho,
pareja de la Tunupa, cerro-brújula también si vas hacia los lados de Pulacayo,
la gran mina roja.
Cuando
reinicié la marcha hacia Aike, sonó un tambor a la distancia, sonaron sus
redobles lejos pero lejos-lejos: poblaron de designios el aire y su silencio y
mi corazón con una certeza: ya estaban celebrando, era una señal de vísperas,
de vida, de resistencia, de fiesta.
* * *
Comemos
un plato de habas sin sal con Plácido. La tarde se va muriendo, el celaje es
tan impactante, tan vívido, que no hay manera de evadirse y lo agasajamos en
silencio a veces, otras veces Plácido me va contando sus cosas, y ahora que se
le sube el trago por la emoción, me pregunta si es que al año que viene,
también voy a volver… ahora que recién acabo de hacerlo.
Eso
acotaba el brasileño Bernardo Carvalho en su novela Nueve noches: en las
soledades de la tierra, en los lugares olvidados o a los que nadie va, cuando
alguien te quiere, te quiere para siempre, y te quiere posesivamente, y en el
fondo inasible de sus sentimientos, en realidad no quiere que te vayas, quiere
que te quedes nomás, aunque también, en las honduras de su alma, sabe, siente,
que un día te vas a ir y que no vas a volver nunca más. Por eso, esos momentos
que se comparten, esa fraternidad de los desiertos, de las selvas, de los fines
del mundo, son tan intensos que quedan labrados en tu interior y no pueden
borrarse. Por eso, los evoco aquí; por eso, aunque eso no puedo saberlo,
quisiera también que así lo sientan.
Mientras
la noche llega y juego con el niño a arrojarnos piedras (o podría decir que
simplemente “nos cagamos a kalazos”), y el niño, de tan sólo tres años, en un
arrebato, me arroja su camioncito de lata y nos morimos de risa ambos, vemos a
alguien que se aproxima, una sombra que atraviesa el paraje. Es don Julio, y viene
con Leocadia, a la que alguna vez bauticé como “la Janis Joplin del salar”, y
que es su hija. Julio tiene 75 años, pero vos no acertarías ni de cerca a darle
tal cantidad de pasado. Julio carga una borrachera adorable, un trancazo de
aquellos. Cuando nos miramos a los ojos, y también me reconoce, simplemente me
dice:
—
“Huayna Chullpa”, ¡te estaba esperando!— Huayna Chullpa era un apodo que me
ganè por esos lados. La complicada traducción se las evito, pero es una muestra
de simpatía.
—Ven,
hermano, vamos a “challarnos” por tu camino…
Ya era
oscuro y cerrado cuando emprendimos la travesía hacia Jirira, hacia el corazón
de la fiesta. No caminamos, fuimos a bordo de la Ford de Julio, una camioneta
tan vieja como la desgracia y que dejó de funcionar en medio de las arenas, en
medio de la noche, en medio de la nada.
Cuando
eso pasó –medio Aike venía encima del cacharro-, vino el momento de gracia e
inspiración definitiva: mientras Julio se afanaba vanamente con el motor,
Leocadia proclamó que ya lo iba a arreglar ella y fue entonces que se aclaró la
garganta con un sorbo de quemapecho y se puso a cantar un huayno, sí, un huayno
que empezaba así: “mi forcito, mi forcito… ¿dime el mal que te echo yo?”.
De
repente, en el medio de las arenas, en el medio de la noche, en el medio de la
nada, estábamos todos bailando, y repitiendo sin cesar y como mantra: “mi
forcito, mi forcito”. De repente, Leocadia, maga y maestra de la ceremonia,
pegó un grito y ordenó que toda la banda de gitanos suba a la movilidad. Estaba
a su lado, polleras rozando vaquero, cuando le pidió a su padre, a don Julio,
que de una vez arrancara porque llegaríamos tarde a la otra fiesta donde se
reunirían todas las comunidades; que encendiese el motor, de una vez pues,
tatita. Y el motor, encendió.
Río Abajo, 1º de agosto de 2013, inicio del mes de la Madre Tierra
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